
Me encontré con un perro que movía la cola. Un cachorrón amigable. Creo que me tomó como su "dueño" y se puso a caminar conmigo. Era de la estirpe cazadora y en un momento dado, noté que se puso atento y saltó al bosque al costado del camino. Lo ví absorto, como en un trance, pero seguí caminando hasta que regresó del bosque con un pequeño armadillo en la boca. El armadillo movía la cola y las patas, tratando zafarse del animal que lo tenía firme entre los dientes. Me llamó mucho la atención la mirada del perro. Vi a ese animal con una expresión como de preocupación, algo me decía que no quería hacer lo que hacía, pero se sentía compelido por una fuerza que él mismo no acababa de procesar del todo. Una crueldad no querida, el cazador reticente que se debatía entre su instinto y los dones adquiridos como perro domesticado. Como si el humano le hubiese contagiado la culpa. Al presenciar ese dilema, le saqué una foto. Yo mismo me sentía como transgrediendo la norma, mirando esa escena. Desconcertado, pero extrañamente agitado. No es habitual que uno presencie la muerte de un armadillo. El perro lo desnucó con suavidad, oí el "crac", y luego lo posó delicadamente sobre el camino y se puso a correr juguetonamente de vuelta.
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